En varios de sus libros aparece Tokio. Trenes hacia Tokio, que recientemente se ha reeditado, Tatami... Es difícil de condensarlo en poco espacio, pero qué es lo que le gustó más de Japón y qué le gustó menos.
Lo más agradable de Japón era comprobar cada día, y a cualquier hora, que el país funcionaba. Eso, para un inútil, un disfuncional, alguien que, en puridad, no hace nada, es un gran alivio. En el aspecto negativo, me acuerdo de algo que me dijo un español que llevaba viviendo allí doce años: “No te preocupes de aprender japonés. En todo el tiempo que llevo aquí ningún japonés me ha dicho nada interesante.”
En cualquier medio de transporte, todos somos o parecemos extraños. En su novela Tatami un chico y una chica, la voz narrativa, se conocen en un avión. ¿Quién es la persona más curiosa que ha conocido en sus viajes?
Perezosamente me remito a la pregunta anterior. El español que mencioné fue muy importante para mí en mi estancia en el archipiélago nipón. Era un señor ya, de más de cuarenta años, bohemio y ceramista y primogénito de la típica familia con problemáticas herencias en el horizonte. Dormía sobre cajones de libros, esto es, el colchón se apoyaba en ocho o doce cajas llenas de libros, muchos de ellos realmente buenos, fundamentales y hasta extravagantes. Revolver los bajos de la cama de un señor es algo que hice con gran entusiasmo.
Usted trabajó como reportero de viajes para El Mundo. ¿Qué rescataría de aquella experiencia?
Enviado por El mundo fui a dos o tres sitios y conocí el uso específico de la partida presupuestaria que un Estado destina a promocionar su país como destino turístico. Me pareció todo un paripé muy apañado, lujoso, obscenamente simpático. Ver a determinados países tristísimos dar lo mejor de sí para que les toque la lotería del turismo resulta enternecedor.
Durante aquella época tuvo la oportunidad de viajar en el Ship of the World Youth. dando la vuelta al pacífico. ¿Qué lugar o particularidad rescataría de aquel periplo?
Fue un infierno. Visité gratuitamente ocho o nueve países a los que casi nadie de mi entorno ha ido ni irá jamás y fui tratado como un pachá y volví con todas esas cosas tan interesantes que contar, y algunas fotos. Un infierno, ya digo. En realidad era una especie de Gran Hermano náutico y sin cámaras, un programa diseñado para dirigir seres humanos hasta en sus más íntimos momentos, algo, en definitiva, que no puedo soportar porque, como casi todo a nuestro alrededor en nuestros días, se concibe la soledad y el silencio y el pensamiento como algo insano.
El sitio más curioso en el que ha estado.
Bueno, dentro del viaje del que hablábamos más arriba se incluía el reino de Tonga, un archipiélago donde cien mil habitantes parecen vivir si no como hace doscientos años sí como hace un siglo. Allí comprobé que no tener acceso a internet ni cajeros automáticos, ni asfalto ni demasiada higiene, cautiva al hombre moderno durante un ratito, para luego enloquecer si no se consigue en 24 horas un billete con destino a la civilización y las escaleras mecánicas.
¿Cuál es el viaje más extraño que ha hecho?
El viaje más extraño que puedo imaginar es sin duda uno que me haya pagado yo mismo. Una vez fui a Londres de esta peculiar forma.
Un libro de viajes / un viaje ficticio o real presente en un libro.
No soporto los libros de viajes. Normalmente están escritos como si al viajar las cosas, incluso la gente, tuviera la explicación colgando. Vamos, que pueden hacerse, esos libros, sin viajar a otro sitio que la biblioteca de Vallecas. Por citar un libro, El viaje sentimental de Lawrence Sterne.
Una ciudad.
Chicago, porque tiene un biblioteca estupenda.
Un paisaje.
Cualquiera con árboles me vale...
Un lugar.
Ridículamente os diré que cuando fui a Zamora hace poco y entré en un bar cualquiera y vi fotos de Claudio Rodríguez en la pared me pareció estar en un sitio maravilloso. El bar se llama “Aureto”.
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